jueves, 21 de octubre de 2010

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Las miserias del presente.

Fotografía: Rodrigo Abd

viernes, 1 de octubre de 2010

Doña Margarita


En el lejano y olvidado pueblo de González Chávez vive doña Margarita, una mujer de noventa y tantos años. Una mujer que en sus épocas de gloria fue la reina de los bailes de primavera y que ahora se convirtió en una mujer algo solitaria.
Suele levantarse sin problemas muy temprano y, mientras el resto del mundo sigue durmiendo, ella sale a su jardín a respirar el aire fresco.
Las cosas de siempre a la hora de siempre. Desayuna liviano, lava algún que otro plato que ha quedado de la noche anterior y así es como el orden vuelve a instalarse en su casa nuevamente.
A media mañana se viste (siempre con cuidado) y va al centro del pueblo a hacer los mandados. A esta altura de su vida conoce ya a todos los vecinos y todos los chismes del barrio.
Su casa es un tanto particular. Hay un jardín delantero con muchas flores y un jardín trasero con muchos árboles y plantas de todo tipo. Ella suele decir que, como afirma aquel proverbio japonés, los jardines son como el alma: que hay que cuidarlos en todas las estaciones. Sólo tiene una mascota, un pequeño gato negro con el pecho y las patas blancas, quien adoptó con los años una postura bastante guardiana si se lo compara con otros felinos de su edad. Doña Margarita prefiere tener su casa tranquila, armoniosa. Si puede, a veces, cambia algunas cosas para que no sea todo tan monótono y aburrido. Pero curiosamente lo único que conserva siempre en su lugar son dos objetos: el primero es un retrato de su esposo con el uniforme del ejército en una pequeña mesa ratona y el segundo es su dorado anillo nupcial en el dedo anular. Nadie sabe porque lo conserva desde hace ya tantos años. Pero hasta donde yo recuerdo por comentarios de una tía mía muy amiga de ella, su esposo fue a la guerra pero nunca regresó; no supo más nada de él hasta años más tarde en que se enteró de que había muerto lejos del campo de batalla porque había intentado huir en pleno combate. A pesar de esas escasas referencias, un día que iba caminando para el centro del pueblo la crucé en la puerta de su casa y antes de que pudiera darme cuenta, ya había formulado el interrogante. Doña Margarita rió y luego miró su anillo.
“Es algo que nunca quise que cambiara.” –me dijo- “A mi marido lo recuerdo todos los días. Mientras él estuvo en la guerra le escribí muchas cartas. Sin embargo nunca obtuve una respuesta, pero yo seguía escribiendo porque estaba segura de que él las recibía. A veces escribía todos los días pero llegó un punto en que no sabía que más decir. Pero veinte años más tarde, un teniente tocó mi puerta, me dio la mala noticia y me dejó un gran bolso con las dos mil cartas que yo le había escrito, y estaban todas ordenadas por fecha y sin abrir”. Pude atisbar una gran nostalgia en la mirada de doña Margarita mientras me contaba lo sucedido. “Mi anillo es el que siempre tuve, y de alguna forma nunca me despedí de mi marido, entonces lo sigo teniendo. Y la foto, bueno, es para ayudarme a recordarlo mejor, porque aunque uno no quiera admitirlo, la vejez trae consigo algunos huecos en la memoria”.
Luego de nuestra charla, doña Margarita no abandonó sus buenas costumbres. Y en los meses posteriores, plantó las flores más lindas que yo creí haber visto, convirtiendo así su jardín en uno de los más hermosos del pueblo. Sin embargo, sus últimos días doña Margarita se sentaba delante del ventanal de su casa a mirar. ¿En qué pensaría? No puedo decirlo con certeza, pero creo que recorrería uno por uno los años en que fue feliz junto a su esposo.