martes, 24 de agosto de 2010

Desde lo alto



Desde lo alto

La gente, en algún momento de la vida, siempre se pregunta cuál puede ser su lugar en el mundo. Yo les digo que el mío es en los confines de un bosque en Carlos Spegazzini. Ahí nací, crecí, y probablemente muera en las mismas condiciones: de pie. Muchos pensarán que soy una persona común y corriente, pero eso lo pondrán en duda en cuanto les diga que mido 30 metros de altura y que tengo casi 119 años de edad – 118, 11 meses y 4 días exactamente-. Seguro me imaginan olvidado y tullido, pero sin embargo, reverdezco todas las primaveras.
Vivo en el campo de los Inzunza, familia de origen Español. Juan Pedro fue, podríamos decir, mi progenitor. Demás está decir que, por mi edad, conozco a todos los miembros de la familia. Desde el más pequeño, caprichoso, y cínico, pasando por el travieso y escurridizo, hasta el profundo y soñador Juan Carlos –vale aclarar que todos los varones de la familia deben llevar como primer nombre Juan-.
Prácticamente lo vi crecer. Cuando era chico solía jugar a las escondidas con sus hermanos y amigos. Podía pasarse horas y horas correteando por el lugar, hasta que su madre, Margarita Inzunza, lo llamaba a él y a los demás para ir a tomar el té a la estancia.
Ya un poco más crecido, alrededor de los 14 años, construyó entre mis brazos una pequeña casita. Admito que cuando martillaba y clavaba, sentía un dolor punzante que me causó serios calambres durante varias horas, pero aún así, disfrutaba mucho el poder tenerlo cerca de mí.
Durante sus ratos libres en la tarde, se apoyaba en mi tronco a pensar. Yo no sé con certeza en qué pensaba, pero sí podía intuirlo por sus estados de ánimo: a veces se presentaba casi iracundo y con la respiración agitada, entonces podía deducir que se había peleado con alguno de sus hermanos. Pero otras veces venía risueño y con un brillo particular en los ojos, lo cual, para mí, indicaba que estaba enamorado de alguna muchachita.

Creo que puedo decir que conocí a su primera novia antes que nadie. Los ví entrar juntos, tomados de la mano y riendo. Y más avanzada la relación, se escabullían a veces altas horas de la noche para besarse. Obviamente yo fui su cómplice y no le dije nada a nadie. Sin embargo, un caluroso día de septiembre, la muchacha no regresó. Juan Carlos estuvo muy callado y taciturno durante varios días, y se quedaba conmigo hasta que anochecía.
Los años pasaron tanto para mí como para él. Juan Carlos tuvo otras novias, pero estoy seguro que ninguna fue tan importante como la primera. Aún así, mi amigo de siempre nunca dejó de venir. Ya sea para reír, para pensar, o para llorar. Siempre se apoya contra el tronco, mirando para arriba, a veces cerrando los ojos y pensando, siempre pensando.
Como verán, la vida de un árbol como yo puede ser algo aburrida porque uno ve que los años pasan y, sin embargo, se sigue en el mismo lugar. Pero también, privilegiada en cierto punto: porque a pesar de no desplazarme, de ser casi inmutable y de no poder emitir alguna palabra de aliento, al menos Juan Carlos siempre encontró un lugar en el que apoyarse.


[Ambas fotos son en un bosque de Colón, Entre Ríos. En una estoy yo. Año 2006]

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