miércoles, 17 de agosto de 2011

María del Rosario





¿Te acuerdas de María del Rosario? Aquella muchacha rubia de ojos azules, hija de Don Celedoño Juárez y de Doña Agustina Quiroga. ¿Cómo que no? Era una familia muy reconocida, sobretodo porque habían tenido muchos críos, como diez, y no se les había ido ninguno. Sí que la Agustina tenía el carácter fuerte, Dios, ¡cómo olvidarla! Si sus hijos no volvían de jugar antes del anochecer, ella ya los esperaba en la puerta con alguna cachiporra o cinturón y los hacía pasar uno por uno. Juan, el del medio, se escabullía por entre los maizales del parque trasero de la casa y, cuando todos sus hermanos llegaban con alguna marca del azote y de la mano de su madre, él fingía que nunca había salido. Pero más tarde, Felipe, uno de los más grandes, lo corría por toda la casa para dejarle la marca correspondiente una vez que todos se hubieran acostado.
Pero en particular, quiero que te acuerdes de María del Rosario. Ella era la más linda de sus hermanas y del pueblo, a mi modo de ver.
Por las mañanas se levantaba pasados un poco los primeros minutos del alba. Salía al campo de su casa y recogía las mejores flores para lucirlas como centro de mesa cuando todos se levantaran para desayunar. El pan de campo era cocinado la noche anterior y era amasado por sus armoniosas manos. Cuando sentía ruidos, estando ella en la cocina, se acercaba para ver quién se había levantado. Por lo general era su madre. Se acercaba a su hija, le besaba la frente y le ayudaba a ultimar detalles.
Una vez sentados en la mesa, los Juárez compartían uno de sus momentos de paz. Debe ser porque estaban todos a medio dormir y con la almohada pegada a los cachetes todavía. Sin embargo, María del Rosario estaba fresca como la brisa.
Don Celedoño se pasaba todo el día en el campo. Y así aprendieron también sus hijos varones el oficio de segar el trigo, cortar la hierba, domesticar a los animales y arar el suelo. Por lo tanto, las mujercitas de la casa se ocupaban de los quehaceres domésticos. Y en los ratos libres aprendían a bordar y a tejer. El verano en Colombia está que te quema la piel toda y hay que protegerse. Por eso veía yo siempre a María del Rosario caminando por el pueblo con sus vestido blanco de bambula, inmaculados. Siempre venía a comprar al almacén. “Pan y leche por favor, don Pedro… lo de siempre” me decía. Su voz era tan armoniosa, que a veces parecía un simple susurro.
Lo curioso de María del Rosario era su cabellera: era rubia, dorada como el sol, y muy larga. Años más tarde me enteré que sus padres no le dejaban cortarse esas mechas hasta que no se casara. La muchacha había rechazado a más de la mitad de los varones del pueblo, menos al mío, pero hasta ese momento nunca me había decidido a presentarle a mi hijo Nachito. Un chico de su edad, trabajador y un esposo fiel y dedicado cuando se casó con Mercedes Rivera, hija de don José Rivera, dueño de uno de los tambos más importantes del pueblo de Arenal en Cartagena.
Un día, María del Rosario vino a mi almacén. Pero antes, ¿te acuerdas que por aquel verano se rumoreaba que había venido un señorito inglés? Sí, sí, todo paquetón, con sombrero y guantes caquí a pesar del calor. Venía a hacer negocios con don Gabriel Villanueva, primo de don Celedoño Juárez. Acuérdate de que la familia Juárez, por parte de don Celedoño, eran todos dedicados al negocio de los campos. Aparentemente este señorito había venido y cruzado el océano sólo para hacer negocios con don Gabriel. Sí, sí, claro que se le hizo una fiesta de bienvenida. Las hermanas mayores de María del Rosario ya tenían a sus pretendientes y con fecha ya fijada para las primeras nupcias. Entonces, si no me dan mal las cuentas, creo que María del Rosario era la que seguía.
Don Celedoño y don Gabriel hicieron el trabajo fino para entregar la mano de la María del Rosario a este viajero europeo. Era un muchacho joven, algo apuesto, sí, pero no podías sacarle una chanza ni en la más alegre de las curdas. Qué coraje me dio, yo que le quería presentar a mi Nachito.
Pero, ¿sabes qué? Yo creo que María del Rosario también sentía algo. La muchacha un día apareció con el pelo cortado por arriba de los hombros. Bien merecida tienen la fama de piratas los ingleses. El señorito.. ¿cómo se llamaba? Gillian. Ah, no, William. Bueno, William se escabulló en plena tarde de verano en el patio trasero de la casa de María del Rosario y la hizo suya bajo los naranjos y entre los pastizales Su hermano Felipe vio cómo Rosario se acercaba corriendo por el prado hasta la puerta, pero ella no reparó en su vestido, que estaba algo rasgado, y en su pelo enmarañado. Felipe no tuvo más remedio que pegarle un cachetazo en cada mejilla y le dijo que vaya volando a cambiarse, pero antes la amenazó con delatarla ante su santa madre.
Esto me lo contó mi primo Gerardo. Que Felipe fue corriendo como toro por los maizales agarrar a los puñetazos a ese desgraciado que había deflorado a su hermana, en sus propias palabras, y restaurar el honor de la familia. Aquel viajero, tirao y rendio entre los grama suplicó por su vida. Felipe volvió a envainar el cuchillo y a cambio le dejó un bollo en medio de la cara, en el mismo lugar donde antes había una nariz europea.
María del Rosario intentó arreglarse un poco antes de hacer presencia delante de su madre, pero si a doña Agustina no le fallaban nunca los cinco sentidos, menos le fallaba el sexto. Ni la abofeteó, sino que directamente la sentó, agarró las hojas filosas y de un sopetón sus mechones cayeron al piso. Una vez que terminó, María del Rosario se fue corriendo a llorar a su habitación.
Dos horas después, doña Agustina entró diciendo que la fecha para la gran boda se celebraría en un mes. Y salió dando un portazo.
El gran día llegó y ahí estaba María del Rosario, caminando al altar, vestida de blanco y con un ramo de jazmines en la mano. Todo el pueblo asistió a la gran fiesta, que con el sudor de la frente sus padres habían pagado. Durante la fiesta, el inglés y ella estaban en la mesa principal. Sus manos no se tocaron en toda la noche.
Antes de despedir a todos, María del Rosario se levantó de la mesa, fue al aljibe, y deshojó su ramo. Esperó a que nadie la viese, se sacó su velo y sus zapatos y los tiró al vacío del pozo de agua. Y al tiempo que sus cosas tocaron el fondo, ella ya estaba corriendo libre por los prados de Cartagena.


M.P.

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