lunes, 26 de septiembre de 2011

Historia de Ô



Lo que su amante quería de ella era muy simple: que estuviera accesible de un modo constante e in­mediato. No le bastaba saber que lo estaba; que­ría que lo estuviera sin el menor obstáculo y que tanto su actitud como su manera de vestir así lo advirtieran a los iniciados. Esto quería decir, pro­siguió él, dos cosas: la primera, que ella sabía ya, puesto que se lo habían explicado la noche de su llegada al castillo: nunca debía cruzar las piernas y debía mantener siempre los labios entreabiertos. Seguramente, ella creía que esto no tenía importancia (y así lo creía, en efecto); sin embargo, pronto descubriría que, para observar esta disciplina, tenía que poner una atención constante que le recordaría, en el secreto compartido entre ellos dos y acaso al­guna otra persona, pero durante sus ocupaciones ordinarias y entre todos aquellos ajenos a tal secre­to, le recordaría la realidad de su condición. En cuan­to a su ropa, debería elegirla o, en caso necesario, inventarla de manera que hubiera necesidad de re­petir aquel semidesnudamiento a que la había so­metido en el coche que los llevaba a Roissy. Al día siguiente, ella escogería en sus armarios y cajones los vestidos y la ropa interior y descartaría absolu­tamente todos los slips y los sujetadores parecidos a aquél cuyos tirantes había tenido que cortar él para quitárselo, las combinaciones cuyo cuerpo le cubrie­ra los senos, las blusas y los vestidos que no se abrochasen por delante y las faldas que fueran de­masiado estrechas para que pudiera levantarlas con un solo movimiento. Que encargara otros sujetado­res, otras blusas y otros vestidos. Hasta entonces, ¿tendría que ir con los senos desnudos bajo la blu­sa o el jersey? Pues bien, que fuera. Si alguien lo notaba, ella podría explicarlo como mejor le pare­ciera o no dar ninguna explicación, era asunto suyo. En cuanto a las demás cosas que debía decirle, pre­fería esperar unos días y deseaba que, para oírlas, ella estuviera vestida como él quería. En el cajoncito del escritorio, encontraría todo el dinero que necesitara. Cuando él acabó de hablar, ella mur­muró «te quiero» sin el menor gesto.



Fragmento de una novela de Pauline Reage

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