jueves, 29 de septiembre de 2011

El placer y los días


Luego de que ambos terminaran el acurruco, ella prendió un cigarrillo. Dio la primera pitada y exhaló el humo con un largo suspiro. Para ella, fumar luego de las prolongadas sesiones de amor, constituía uno de sus mayores placeres. Para él, contemplar el cuerpo de aquella mujer a su lado, también.
Parecía mentira. La escena de alguna película hecha realidad. Aquella tarde, el sol filtraba sus rayos estivales por entre las persianas, el aire era cada vez más pesado y estaba impregnado con el perfume de la piel de ambos.
Afuera, las calles de Bogotá parecían más alborotadas que nunca, pero dentro de esa habitación reinaba la calma.
Mientras ella seguía fumando en silencio, él contemplaba sus piernas, que eran esbeltas y parecían no terminar nunca. Su cabello dorado se extendía por toda la almohada, como una funda dorada.
Cuando la última ceniza cayó al piso, el cigarrillo terminó en el cenicero. Se quedaron en silencio un rato largo. En realidad, no hacía falta que hablaran porque sus cuerpos lo decían todo.
Ella también contempló, en la penumbra de la habitación, el cuerpo de su amante. Puso las manos en su pecho y lo besó. Se fundieron una vez más para luego vestirse y bajar a tomar un café antes de volver al trabajo.
Al salir a la calle, volvieron al contacto con la realidad. Un tímido beso entre una multitud amorfa que parecía, de alguna forma, observarlos y un acuerdo de llamarse para concertar un próximo encuentro.
Él se fue esquivando a la gente, que iba tan apurada a quién sabe dónde.
Ella, en cambio, prefirió tomar un taxi y resguardarse del calor. Le dijo al taxista la dirección, y en seguida sintió como se hundía entre sus pensamientos.
Mientras llegaba al trabajo, recordó la infinita cantidad de cosas que todavía tenía para hacer. Las pilas de papeles que había dejado antes de salir, seguían igual de acomodadas en su escritorio, completamente inertes.
De repente sintió frío, vio las nubes negras en el cielo y se sintió devuelta a su cotidianidad. Vio a su compañera de siempre sentada en su escritorio de siempre y entonces murmuró un “buenas tardes”, al que sólo respondieron el sonido de los teléfonos.

(Título recreado de "Los Placeres y los días" de Marcel Proust)

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